Cada 21 de diciembre del 2019 se conmemora un nuevo aniversario de la Matanza de la escuela Santa María de Iquique. Aprovechando este espacio auto-gestionado, voy a ir publicando material informativo que he indagado en diferentes trabajos referentes a las masacres y matanzas en Chile, recopilando material tanto online, libros físicos y revistas de investigación para contar estas sangrientas historias que nos muestran y recuerdan cómo las fuerzas armadas Chilenas estuvieron, están y siempre estarán al servicio del capital.
La masacre de Santa María no fue el primer episodio que enfrentó violentamente a trabajadores y autoridades en Chile. Dos acontecimientos relevantes en este sentido fueron la huelga portuaria de 1903 en Valparaíso y la huelga de la carne en 1905 en Santiago (masacre del mitin de la carne). La respuesta ante ambas manifestaciones (al igual que hoy en día) fue la represión policial. Sin embargo, este acontecimiento en 1907 reviste una serie de características particulares que han transformado esta tragedia en un hito, tanto para la historia de Chile como para el movimiento obrero.
El movimiento obrero de 1907 fue el resultado de diferentes huelgas que sucedieron a fines del siglo XIX, las cuales fueron consecuencias de las precarias condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad, la devaluación de la moneda y, en menor medida la reducción de los salarios causada por la abundancia de mano de obra disponible. A su vez, la des-regulación y desprotección del trabajo obrero fomentó la organización en mutuales, mancomunales y sindicatos, mediante paros y huelgas, entre otras manifestaciones. Dichas agrupaciones mediante paros y huelgas, entre otras manifestaciones, demostraron su descontento, exigiendo y demandando soluciones. A muchos trabajadores de la zona en aquella época se les pagaba con monedas de niquel o caucho (realmente eran fichas), este detalle es señalado como uno de los principales motivos por los que comenzó la huelga. Este sistema de fichas buscaba retener a la gente en sus sitios de trabajo, así los empleadores se beneficiaban del consumo, y favorecían con ello la continuidad en niveles de producción.
La vida les fundió un carácter más adentro del rostro moreno, porque el pampino fue un chileno específico, diferentes de cuantos caracterizan a otras regiones (...); el carácter del pampino fluctúa entre una manera especial de mirar su propia existencia con algo de escepticismo y un trago de fatalidad. (Bahamonde 57).
En la lista de peticiones realizadas a la intendencia por el comité de la huelga proponía, no la supresión de las fichas, si no su reemplazo paulatino cambiándose a la par en las respectivas oficinas. El mecanismo de alza gradual fue aceptado por los gremios hasta la primera semana de diciembre. El 5 de ese mes, mientras las casas salitreras deliberaban las condiciones de un nuevo reajuste, los operarios de la sección Tracción del Ferrocarril Salitrero iniciaron una nueva huelga por mejoras salariales. El éxito de las demandas de los ferroviarios urbanos y salitreros impulsó nuevas en otros sectores, esta vez enfocadas a conseguir un tipo de cambio estable. La tarde del día 16, los gremios de cargadores y lancheros solicitaron a los embarcadores de salitre un aumento en el tipo de pago, desechando la escala que graduaba el alza. Ante el rechazo de sus empleadores, comenzarían una paralización de faenas que se extendería hasta los primeros días de enero.
El hipotético reemplazo de las fichas por monedas era contradictorio, considerando la constante pérdida de valor del peso, agravada en agosto tras la emisión forzada por el gobierno de otros dos millones. A consecuencia de ello, el valor de la moneda nacional volvió a descender, sin que parte de ese circulante se percibiera en Iquique, y al tiempo que las provisiones esenciales sufrieron un alza de entre veinte y cincuenta por ciento.
El problema de las fichas era secundario comparado con los procedimientos que limitaban la libertad económica de los trabajadores, y los mecanismos de dependencia creados en torno a ellas. La aplicación de descuentos a las fichas, los reemplazos de éstas por otras sin previo aviso y sin derecho a cambio, e incluso el despido de obreros que adquirían productos fuera de las tiendas de la oficina, fueron prácticas cotidianas en el interior de la provincia, al menos hasta el comienzo de las primeras huelgas. No obstante, según el citado Frías Collao, al momento de iniciarse la huelga de diciembre, y salvo excepciones, las prácticas monopólicas en gran parte de las oficinas habían desaparecido. Su inclusión en los petitorios, a juicio del delegado, no eran más que “una explosión tardía de antiguos odios, instigada por agitadores que perseguían fines utilitarios totalmente diversos de los que en Iquique se hicieron aparecer como peticiones de los huelguistas”.
“Nosotros –declaraban los huelguistas a un periódico local– no abandonaremos la ciudad, mientras no se atiendan favorablemente nuestras peticiones, y en caso contrario, solicitar del gobierno nos envíe al Sur, donde el trabajo no falta” (El Tarapacá, miércoles 18 de diciembre de 1907).
Lamentablemente, el papel que asumió el Estado fue más confrontacional que mediador: el ministro del Interior, Rafael Sotomayor, había ordenado la prohibición de la llegada de nuevos huelguistas, junto con la restricción de las libertades de reunión y de tránsito para impedir que el problema se agravara (¿te suena familiar 112 años después?). Por su parte, el intendente Carlos Eastman ordenó abandonar la ciudad a todos los huelguistas, con la amenaza de recurrir a la fuerza si era necesario. Ante la negativa, el general Roberto Silva Renard ordenó a sus tropas abrir fuego contra la multitud que se hallaba en la escuela Santa María.
La totalidad de la plana militar se hizo presente en la escuela Santa María la mañana del 21 de diciembre. Pese a lo contrastante de los testimonios oficiales, de sobrevivientes, y de los panegíricos editados poco tiempo después de la matanza, es un hecho que Silva Renard, el Gobernador Marítimo y el prestigioso marino Arturo Wilson arengaron a la masa, solicitándole dirigirse al Club. De acuerdo a este último, una parte de los huelguistas inicialmente habría aceptado abandonar la huelga, pero fueron forzados por el comité a permanecer en el lugar. Es también conocido que Silva Renard recibió provocaciones e insultos de la masa, lo que contribuyó a exacerbar el problema.
Si bien se cree que los trabajadores habían asumido una actitud heroica al no abandonar la escuela tras la insinuación de Silva Renard, un grupo de más de trescientas personas no lo creyó así, dejando el lugar aduciendo responsabilidades familiares, pese a las sugerencias (o amenazas) de sus pares. Simultáneo a este movimiento, un grupo de cuatrocientas personas -calicheros rezagados para unos, obreros de los gremios de Iquique para otros-, apareció avivando a los huelguistas, y uniéndose a ellos. El repentino flujo de personas en el lugar impulsó a Silva Renard, a acabar definitivamente con el conflicto. Existe consenso en señalar que el militar repitió tres veces la indicación de abandonar la escuela por calle Barros Arana, advirtiendo que se habían agotado los medios conciliatorios para evitar un derramamiento de sangre.
Tropas del ejército de Chile acarreando metrallas a través de las calles de la zona.
No existe certeza respecto a qué ocurrió en medio del caos. De acuerdo a un testigo, pudo ser clave la muerte del caballo de un teniente de Granaderos, en momentos en que Silva Renard intentaba persuadir a los huelguistas. La confusión hizo pensar que el tiro vino del interior de la escuela, tras lo cual Silva Renard habría ordenado al regimiento O’Higgins hacer fuego. El piquete era de ochenta soldados, con doce tiros cada uno. Según Wilson, el uso de las ametralladoras fue en respuesta a los disparos desde el interior contra las tropas que iniciaron la refriega, y que habría herido a tres soldados y dos marinos. Las descargas, según señaló, habrían sido en forma de abanico, lo cual tampoco da luces respecto al tiempo empleado en disolver a los huelguistas: mientras Silva Renard señalaría en su informe que el ataque no duró más de treinta segundos, el Cónsul británico señalaba uno y medio minutos. Las mismas fuentes hacen variar entre treinta y seiscientos el número de tiros usados. Aparentemente, su alto poder de fuego no se reflejó en un número mayor de víctimas, no tanto por lo breve del tiroteo, sino a causa de la corta distancia de la muchedumbre en que fueron instaladas, lo que habría restringido su alcance. De cualquier modo, las ametralladoras eran las mismas usadas por los buques de guerra para destruir los torpedos con quilla de acero, pudiendo atravesar con sus disparos hasta diez personas en línea. En contraste, si bien ninguno de los informes oficiales señala el uso de armas de fuego por parte de los huelguistas, una revisión posterior recuperó cuatro revólveres, sólo uno sin carga (CSSE 58, 9 de enero de 1908: 1.330; Bravo Elizondo, 1993: 64).
El número de víctimas del tiroteo ha sido hasta hoy, objeto de controversias. Mientras cronistas e historiadores han elevado progresivamente el número de fallecidos para generar impacto, las versiones oficiales contemporáneas lo minimizaron, por razones inversas, cayendo también en contradicciones notables. Mientras Silva Renard apuntaba 140 muertos y heridos, Eastman contó 243, y el Promotor Fiscal 271, el abogado de los inculpados, en rebeldía y encarcelados, apuntaba 800 muertos y cuatrocientos heridos en hospitales. Semanas después, el diario “El Tarapacá” contaría 264 víctimas. El director del hospital elevaría a cifra a 280. Por su parte, Pedro Opazo, encargado de una de las ambulancias que llegó a la escuela, contó 213 cadáveres y más de 200 heridos. “El Mercurio” de Antofagasta, finalmente, señalaría 210 muertos y 400 heridos. Nicolás Palacios, por su parte, cita un obrero de apellido Rozas, que señaló 149, un practicante militar, que contó 200, un farmacéutico, con 117, un médico residente que vio 98 cadáveres, y al capellán del ejército, que apuntó 91. En el número de víctimas se contaban dos soldados del O’Higgins y uno del Granaderos, quienes habrían recibido parte de la descarga de las ametralladoras, y tres marineros del Esmeralda, uno de los cuales fue alcanzado por una bala, supuestamente de los huelguistas. Posiblemente no contabilizaba los muertos en las casas y en el trayecto de la escuela al Club Sport, donde se cometieron excesos por parte de las tropas (ET, 5 de enero de 1908; “El Mercurio” (Antofagasta), 25 de diciembre de 1907; ECV, 11 de enero de 1908; Bravo Elizondo, 1993: 62-63 y 165).
Editorial del ‘’El Mercurio’’ un día antes de la masacre.
En el Congreso el tema fue tratado de modo superficial. El Senado, incluso, lo omitió como tema de discusión, pues, como habría señalado uno de sus miembros, “porque era de tal modo grave, que es mejor no tratarla”. El mismo Arturo Alessandri Palma, futuro caudillo de los trabajadores de la zona, restringiría sus comentarios en la Cámara de Diputados, dados sus intereses mineros en la zona. De visita en Iquique a fines de enero (donde intentó sin éxito permanecer incógnito), negó cualquier manifestación de solidaridad, limitándose a decir que estaba “a disposición de los obreros” (LP, 26 de enero de 1908). Más allá del interés de los diputados Bonifacio Veas y Malaquías Concha por iniciar una investigación independiente de los informes oficiales que el gobierno entregaba, el tenor del debate se centró en aclarar si la matanza fue justificada, y si las autoridades actuaron dentro de sus atribuciones. En el manejo de la información y en la defensa de la acción del gobierno, el ministro del Interior, como hemos señalado, jugaría un papel clave. Lejos de manifestar algún gesto de concordia tras los sucesos del 21 de diciembre, Sotomayor no sólo respaldó la acción, sino que logró anular, con éxito, toda iniciativa tendiente a justificar y compensar al movimiento. Interpelado por la Cámara, el ministro rechazó las acusaciones de Malaquías Concha, quien acusó al gobierno de minimizar los hechos, autorizando, para el conocimiento público sólo versiones oficiales. En respuesta, Sotomayor se limitó a señalar que el diputado quería llevar el tema al terreno de las impresiones, “inventando una novela en la que juegan como resorte principal montones de cadáveres”. Sotomayor, lejos de validar el fondo sugerido, propondría aprovechar la ocasión para que los diputados legislaran con el fin de proteger la industria salitrera, asegurando su vitalidad “e impidiendo los movimientos mal aconsejados, que son una amenaza para la paz social” (CDSE 32, 30 de diciembre de 1907: 739; CSSE 54, 2 de enero de 1908: 1.236-1.237).
El ministro ratificaría su intención de pacificar la zona al presentar, en agosto, un proyecto de ley que pretendía regular las relaciones laborales entre patrones y obreros. De acuerdo la indicación, tanto los patrones o empresarios de cualquier industria, como los obreros, podían acordar la cesación del trabajo en defensa de sus intereses. Sin embargo, en caso que la detención de las faenas implicase la interrupción de servicios públicos o privados, la suspensión del aprovisionamiento, la destrucción o deterioro de bienes muebles o inmuebles, o pusiese en peligro la vida de personas, sus infractores sufrirían la pena de reclusión en su grado medio y máximo, pagando multas entre diez y cien pesos. La ley apuntaba incluso a quienes profiriesen insultos, o realizaran actos para impedir el ejercicio de una industria o trabajo, esto es, efectuando discursos o repartiendo escritos impresos en la vía pública. En caso de no descubrirse los autores de estos “delitos”, como se indicaba, la autoridad tendría derecho a castigar como cómplices a quienes, bajo su criterio, considerase instigadores y promovedores de la huelga que, a su juicio, “habiendo podido evitar dichos delitos no lo hubieren hecho” (CSSO 40, 18 de agosto de 1908: 423). La presentación de este proyecto de ley no fue sino una muestra más de la sorprendente miopía de las autoridades respecto a lo ocurrido en Iquique.
En 1904, la Comisión Consultiva designada por el Congreso para conocer las condiciones de vida de los trabajadores del salitre ya advertía la tirantez de relaciones existente entre empleados y asalariados, descontento que, indicaban, “ha de proyectar consecuencias sociales y políticas de carácter peligroso, si no se adoptan medidas eficaces e inmediatas”. El resultado de los planteamientos del grupo, encabezado por el abogado Manuel Salas Lavaqui, tardó más de dos años en ser analizado, permaneciendo inédita hasta 1908 cuando, tras la insistencia de un grupo de diputados, se obtuvieron los fondos para publicar sus resultados (Bravo Elizondo, 2006: 25; Salas Lavaqui, 1908: IX). Más allá del número efectivo de víctimas, lo cierto es que la ciudad retornó lentamente a su normalidad, aun cuando se temió una eventual reacción de los trabajadores. La tarde de los hechos, el cónsul británico informó que las autoridades chilenas habían sugerido a los dueños de empresas que antes de volver a sus casas, pasaran por alguna guarnición militar a recibir armas y municiones “para proteger la propiedad” (ECV, 11 de enero de 1908).
El día 23, los huelguistas habían abandonado la ciudad, y se terminó la censura telegráfica, manteniéndose el veto a la prensa respecto a dar detalles de los sucesos, medida que fue acatada por la obrera, y no por los restantes medios, quienes informaban a partir de los relatos hechos por los huelguistas al llegar a Valparaíso, y publicados por los diarios locales. La plaza Montt, rápidamente despejada, fue ocupada por parte del regimiento O’higgins, quien durante su estadía, hasta mediados de enero, efectuó retretas diarias junto al circo Sobarán, que reinició sus funciones el 28 de diciembre, a las que asistirían obreros del puerto e interior, ante el estupor de los diarios obreros. Desde el día 2 de enero, la Comandancia General de Armas suspendió el servicio de guardias y patrullas nocturnas (ETR, 9 de enero de 1908). El 4 de enero de 1908, el Intendente Eastman partía definitivamente de Iquique, tanto mal herido tras el fortuito volcamiento de su carruaje en una esquina céntrica de la ciudad (se fracturó una pierna y un brazo). Silva Renard lo reemplazaría en carácter interino hasta el 20 de febrero, cuando llegó a la ciudad Joaquín Pinto Concha, célebre por haber dirigido la represión en las revueltas de octubre de 1905 en Santiago, y cuya misión básica fue la reorganización de las fuerzas policiales de la provincia (ET, 5 de febrero de 1908).
''Sin patria y sin bandera''
¡Adiós! Zona salitrera
¡adiós! país desgraciado,
de ti me voy expatriado
renegando la bandera.
Clamando contra el infierno
de la explotación mezquina
más salvaje y asesina,
el obrero ante el gobierno
reclamó contra su ruina,
y éste los mató en montón
con más saña que una fiera,
probándoles que es tontera
ampararse en la razón,
¡adiós! Zona salitrera.
El general sanguinario
con saña y alevosía,
hizo la carnicería
entre el pueblo proletario,
probándole no existía
constitución ni derecho,
ante la razón de Estado
de proteger al malvado;
por lo cual quito mi pecho
¡adiós! país desgraciado.
De esta nación sin honor
Tendrán todos que emigrar
Para poder protestar
del gobierno y su rigor
en el arte de matar,
por lo cual declaro al mundo
que ya estoy desengañado
y contra la patria airado
digo con odio profundo
de ti me voy expatriado
Pues, mi patria y sus leyes
solo son ardid y engaño
con que el burgués a su amaño
nos explota como bueyes
en sometido rebaño;
yo invito a la rebeldía
a la república entera,
para que abjure sincera
de su torpe idolatría,
renegando la bandera.
(Cit. en González et al. 414-415)
Bibliografía:
- Carlos Donoso Rojas / Escuela Santa María: revisitando la matanza desde los documentos
- Libro ‘’Chile - Cien días en la historia del siglo XX’’ - por Bárbara Silva & Josefina Cabrera.
- Revista Chilena de Literatura; Santa María en la literatura desde los versos populares hasta Rivera Letelier.
- Revista Ciencias Sociales 17/2006
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